Los habitantes de la Alhambra romántica
Un día que Washington Irving paseaba por las murallas de la Alhambra observó sorprendido a un hombre que sostenía una larga caña sobre el precipicio. Pensando que el pobre había perdido el juicio, se acercó a preguntarle qué pescaba y, para su sorpresa, le dijo que golondrinas. Esa sería su cena si picaban en el cebo. La mayoría de los habitantes de la Alhambra vivían en la precariedad y componían un cuadro humano que contrastaba con los brillantes fastos que los viajeros románticos imaginaban en la corte nazarí.
Cuando los antiguos “hijos de la Alhambra” pudieron retornar a sus hogares tras ser expulsados por las tropas napoleónicas, algunos se encontraron sus casas ruinosas y se vieron en la necesidad de construir chamizos. Otros pudieron reparar las casas, que las más de las veces pertenecían al real patrimonio, el cual, al tenerlas alquiladas por muy poco dinero, se resistía a invertir en arreglos. La mayoría de las casas se encontraba en la calle Real y las bocacalles que desembocaban en ella; otras estaban en torno a la extensa plaza de los Aljibes. También servían como viviendas varias torres, incluidas algunas tan valiosas por su arquitectura como la de las Damas, la Cautiva o las Infantas.
Descontados los militares, los presos de la Alcazaba y los frailes del convento franciscano, los habitantes de la ciudadela eran unos trescientos. Así conocieron la Alhambra los más ilustres viajeros románticos, que la veían como un barrio con personalidad diferenciada de Granada. De hecho, algo más de la mitad de sus pobladores había nacido en la propia Alhambra.
El oficio de la mayoría de los habitantes era el de tejedores, en general vinculados al arte de la seda. Malvivían con sus precarias herramientas y muchos trabajaban para la fábrica de trajes talares instalada en el convento de San Francisco. Pero este convento resultó muy maltrecho durante la Guerra de la Independencia y, finalmente, fue secularizado en 1835. Había también muchas viudas de militares que, al fallecer sus maridos, habían logrado permiso para permanecer en sus casas. Entre las restantes mujeres había lavanderas, criadas y algunas tenderas.
Para complementar sus magros ingresos, muchos alhambreños cultivaban pequeños huertos, tanto dentro de la ciudadela como en sus contornos, o tenían animales de corral. En los archivos hay pleitos que nos narran las rencillas entre algunos vecinos porque las gallinas de uno se comen las cosechas de otro.
Los niños y las niñas acudían a colegios distintos, que no eran mas que habitaciones necesitadas de reparos. El maestro solicitaba al gobernador que arreglara las humedades de su aula, mientras la maestra llegó a pedir al arzobispo que le diera una hogaza de pan diario y logró que el real patrimonio le cediera una pobre casa, porque los padres, arruinados por la guerra, no podían pagarle.
En el pasado la Alhambra había tenido privilegios para incentivar a los granadinos a instalarse en una ciudadela que estaba separada del centro por una empinada cuesta y que, al caer la noche, quedaba en la más absoluta oscuridad y veía cerradas sus puertas. Pero de esos privilegios, que consistían por ejemplo en poder vender el vino más barato que en la ciudad, poco quedaba. Lo que sí tenía era una jurisdicción propia y una vigilancia más laxa, la cual favoreció la instalación de figones en la calle Real. En ellos, además de comer, se practicaba el juego y probablemente la prostitución. Esto llevó a que el arzobispo pidiera desde el púlpito de la Catedral mano dura contra la inmoralidad en la Alhambra, tras lo cual solo se permitió la existencia de dos figones.
También proliferaban los contrabandistas e incluso se refugiaban desertores del ejército que no querían marchar a los vanos intentos de reconquistar América. Esto exasperaba a las autoridades de Granada, que acusaban al gobernador de la Alhambra de hacer la vista gorda. Esta permisividad puede parecer contradictoria con el carácter de ciudadela militar de la Alhambra, pero deja de serlo cuando se sabe que la guarnición la componía un cuerpo de inválidos hábiles, el cual fue reemplazado en 1829 por uno de veteranos, o sea, siempre soldados de pobre condición física y con míseros ingresos que podían ser sobornados con una limosna.
El lugar de encuentro de los vecinos que querían informarse de lo que acontecía más allá de las murallas era el pozo de la plaza de los Aljibes, al que acudían aguadores con los últimos chismes. Al lado de él, bajo una carpa realizada con retales, estaba el juego de pelota, cuya pista era alquilada y gozaba de bastante demanda.
La religión tenía como escenario principal la iglesia de Santa María de la Alhambra, donde había un cura castrense y tuvieron su sede algunas hermandades de mortecina existencia, en particular la del Jesús de la Humildad y la Paciencia, que aglutinaba a los sederos. La iglesia dejó de ser parroquia en 1842 y desde entonces solo se abría ocasionalmente, de manera que los vecinos que querían ir a misa debían desplazarse a la distante iglesia de San Cecilio, en el Realejo bajo. Era todo un síntoma de la decadencia del barrio, que al mediar el siglo había perdido la mitad de sus habitantes; incluso la guarnición militar fue retirada y la Alhambra perdió su carácter castrense. Sin embargo, los viajeros que visitaban los palacios nazaríes eran cada vez más numerosos, y la segunda mitad de la centuria estaría marcada por la aparición de fondas dentro de la ciudadela y en sus inmediaciones. El turista, el hostelero y el cicerone serían los nuevos habitantes de un lugar que en 1870 fue declarado monumento nacional.
Texto de: Juan Manuel Barrios Rozúa. Profesor Titular de Universidad de Granada. Imparte docencia en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de dicha Universidad. Es autor de varias publicaciones sobre la Alhambra, destacando entre ellas Alhambra romántica: los comienzos de la restauración arquitectónica en España, editado por la Universidad de Granada y el Patronato de la Alhambra y el Generalife en el año 2016