El mar de la Alhambra
Hablar de la Alhambra implica necesariamente hablar de los materiales utilizados en su construcción. Son sencillos y proceden del propio enclave: el “Conglomerado Alhambra” o “Formación Alhambra”, como se conoce en términos geológicos, responsable de las tonalidades rojizas predominantes en el monumento. Otros materiales llegarán de algo más lejos, como la toba calcárea de Alfacar, la pudinga de Turro o la caliza de Sierra Elvira.
El conocimiento del entorno geológico, por tanto, es imprescindible para comprender cómo el territorio sobre el que se levanta la Alhambra ha llegado a ser lo que es, ya que la geología es el fundamento sobre el que opera la técnica constructiva. Pero no podemos limitarnos a considerar únicamente factores estrictamente técnicos o científicos, puesto que la unión de Alhambra y geología abre un panorama ciertamente sugerente. Y es que la Alhambra es símbolo y es también vida. En los aspectos referidos a esta simbología y a esta huella vital también podemos buscar connotaciones geológicas, ya que la Alhambra está cuajada de significados que encuentran en la naturaleza su modelo y su explicación.
Así, también hay que hablar del patrimonio arqueológico y paleontológico de Granada, una de las mayores riquezas de la provincia. Encontraremos fósiles marinos en una larga saga de rocas calizas que se sitúan desde el Paleógeno hasta las más antiguas de Jurásico inferior. Estas rocas sirvieron para construir edificios, fachadas, fuentes, pilares y pavimentos, dejando en ellos la presencia de vida marina.
Tanto musulmanes como cristianos utilizaron también profusamente en columnas y capiteles, enlosados y fuentes, el mármol de Macael, comparable en calidad y belleza al de Carrara.
Precisamente, es en el mármol de la Fuente de Lindaraja, en concreto en la banda epigráfica que la circunda, donde el poeta Ibn Zamrak reivindicará el linaje árabe de la dinastía nazarí, al decir, refiriéndose al sultán: “Que haya dicha eternamente para el bravo, de estirpe galibía, descendiente de régulos del Yemen”. También, el poeta cederá su propia voz a la exquisita fuente agallonada, a fin de que sea esta quien proclame de sí misma que es “mar muy grande, cerrado por riberas de bellísimo mármol escogido”.
El binomio Yemen y mar cobra aquí una especial singularidad. Yemen era una de las regiones más fértiles de la franja costera de una Península Arábiga de casi tres millones de kilómetros cuadrados, en su mayoría zonas desérticas. Heredero del mítico reino de Saba, entre otros estados sucesivos, contaba con un puerto muy estratégico en la ruta desde la India al Mediterráneo a través del Océano Índico, el cual bañaba su extensa costa por el Sur, mientras que el Mar Rojo lo hacía por el Oeste, además de contar con rutas de acceso al Golfo Pérsico.
Yemen era la Arabia Félix de Ptolomeo en contraposición a las Arabia Pétrea y Arabia Deserta del norte. Estos árabes del suroeste, conocidos como los verdaderos árabes, se dedicaban a la agricultura, al comercio del incienso, especias y seda, y a la navegación por el Índico.
Pese a la creencia tradicional que ve a los árabes solo como pueblos del desierto, nos encontramos con navegantes que basan su prosperidad en el mar, que dominan complejas técnicas de navegación, y que utilizan un buen número de diferentes naves.
Haciendo cierto el viejo dicho de que la vida de los árabes está compendiada en la poesía, las fuentes árabes de que disponemos para atestiguar la relación de las tribus árabes y el mar son, fundamentalmente, el Corán y la poesía del período pre-clásico de la literatura árabe, considerada un reflejo de la vida anterior al Islam y uno de los monumentos de la literatura universal, aunque en ocasiones haya podido ser sido muy discutida.
Autora del artículo: Emilia Asensio López